lunes, 31 de enero de 2011

ESTRATEGIAS

A continuación pondré quién ha hecho cada estrategia y la historia que ha utilizado:

Lectura: Sandra Martínez Foronda

LOS DOS CONJUROS
Había una vez un rey que daba risa. Parecía casi de mentira, porque por mucho que dijera "haced esto" o "haced lo otro", nadie le obedecía. Y como además era un rey pacífico y justo que no quería ni castigar ni encerrar a nadie en la cárcel, resultó que no tenía nada de autoridad, y por eso dio a un gran mago el extraño encargo de conseguir una poción para que le obedecieran.
El anciano, el más sabio de los hombres del reino, inventó mil hechizos y otras tantas pociones; y aunque obtuvo resultados tan interesantes como un caracol luchador o una hormiga bailarina , no consiguió encontrar la forma de que nadie obedeciera al rey. Se enteró del problema un joven, que se presentó rápido en palacio, enviando a decir al rey que él tenía la solución.
El rey apareció al momento, ilusionado, y el recién llegado le entregó dos pequeños trozos de pergamino, escritos con una increíble tinta de muchos colores.
- Estos son los conjuros que he preparado para usted, alteza. Utilizad el primero antes de decir aquello que queráis que vuestros súbditos hagan, y el segundo cuando lo hayan terminado, de forma que una sonrisa os indique que siguen bajo vuestro poder. Hacedlo así, y el conjuro durará para siempre.
Todos estaban intrigados esperando oir los conjuros, el rey el que más. Antes de utilizarlos, los leyó varias veces para sí mismo, tratando de memorizarlos. Y entonces dijo, dirigiéndose a un sirviente que pasaba llevando un gran pavo entre sus brazos:
- Por favor, Apolonio, ven aquí y déjame ver ese estupendo pavo.
El bueno de Apolonio, sorprendido por la amabilidad del rey, a quien jamás había oído decir "por favor", se acercó, dejando al rey y a cuantos allí estaban sorprendidos de la eficacia del primer conjuro. El rey, tras mirar el pavo con poco interés, dijo:
- Gracias, Apolonio, puedes retirarte.
Y el sirviente se alejó sonriendo. ¡Había funcionado! y además, ¡Apolonio seguía bajo su poder, tal y como había dicho el extraño!. El rey, agradecido, colmó al joven de riquezas, y éste decidió seguir su viaje.
Antes de marcharse, el anciano mago del reino se le acercó, preguntándole dónde había obtenido tan extraordinarios poderes mágicos, rogándole que los compartiera con él. Y el joven, que no era más que un inteligente profesor, le contó la verdad:
- Mi magia no reside en esos pergaminos sin valor que escribí al llegar aquí. La saqué de la escuela cuando era niño, cuando mi maestro repetía constantemente que educadamente y de buenas maneras, se podía conseguir todo. Y tenía razón. Tu buen rey sólo necesitaba buenos modales y algo de educación para conseguir todas las cosas justas que quería.
Y comprendiendo que tenía razón, aquella misma noche el mago se deshizo de todos sus aparatos y cachivaches mágicos, y los cambió por un buen libro de buenos modales, dispuesto a seguir educando a su brusco rey.
Autor: Pedro Pablo Sacristán


Lectura: Teresa Marín Villalba

DON MALHUMORADO












Era una tarde maravillosa de verano.
Don Malhumorado estaba en casa.
¡En la Casa del Malhumor!
Don Malhumorado se sentó en un sillón y cogió un libro.
Y entonces, ¿sabéis lo que hizo?

Rompió todas las páginas del libro.
¡Todas!
Don Malhumorado no soporta los libros.
Tenía un mal humor espantoso.
Era la persona con más mal humor que os podáis imaginar.
Don Malhumorado de nombre y casi más malhumorado por naturaleza.

A la mañana siguiente estaba Don Malhumorado en su jardín arrancando flores (él no soportaba que las flores hermosas crecieran en su jardín), cuando, mirando de reojo, vio a alguien.

Era Don Feliz.

-Buenos días -dijo Don Feliz.
-¿Buenos? –contestó Don Malhumorado-.
¿Qué tienen de buenos?
-Pero… -dijo Don Feliz.
-¡Pero nada! –dijo Don Malhumorado-.
¡Fuera de mi jardín!
-¡Tienes muy mal humor! –se rió Don Feliz.
-¡Humph! –gruñó Don Malhumorado.
-Y las personas malhumoradas necesitan cambiar sus modales –dijo Don Feliz.

-¡Brrr! –contestó Don Malhumorado, y se metió en su casa, pisando adrede un pie de Don Feliz al pasar junto a él.
-¡Ay! –dijo Don Feliz.
-¡Bang!, sonó la puerta de la Casa del Malhumor cuando Don Malhumorado dio un portazo detrás de él.

Don Feliz se quedó mirando, pero no tan contento como él solía estar normalmente.
Le dolía el pie.
Se puso a pensar, y pensó.
Y pensó algo más.
Entonces tuvo una idea.
Sonrió y fue a ver a Don Cosquillas.

Don Feliz le contó a Don Cosquillas su idea de cómo conseguir que Don Malhumorado cambiase sus modales, y Don Cosquillas sonrió de oreja a oreja, frotándose las manos que tenía al final de sus brazos, extraordinariamente largos.
-¡Eso suena divertido!

Aquella tarde, Don Malhumorado fue de compras a la ciudad.
Entró en la tienda de Don Filete.
Don Filete era un carnicero.
-Dame algunas salchichas –dijo bruscamente Don Malhumorado.
Y deprisa.
Mientras Don Filete hacía lo que le había pedido Don Malhumorado, algo apareció en la puerta de su tienda. ¿Sabéis lo que era?

Era un brazo muy, muy largo de…
Bien, ya podéis adivinar de quién era. ¿Verdad?
El brazo muy, muy largo de Don Cosquillas entró por la puerta, cruzó la tienda, llegó hasta Don Malhumorado y le hizo cosquillas.
-¡Oh! –chilló Don Malhumorado, dejando caer sus salchichas y mirando alrededor para ver qué había pasado. Pero, ¿pudo ver algo? ¡No pudo!

-¡Hum! –refunfuñó Don Malhumorado y recogió sus salchichas y se fue a la tienda de al lado.
A la pastelería.
¡Crash!, hizo la puerta de la tienda.

-¡Dame un pastel! –dijo bruscamente Don Malhumorado-. Y date prisa.
La pobre señora que vendía pasteles estaba asustada de Don Malhumorado. E hizo lo que él le dijo.
Mientras hacía lo que Don Malhumorado le había pedido, adivinad qué pasó.
-Oh! –gritó Don Malhumorado, dejando caer su pastel y sus salchichas.
No podía entender lo que le estaba pasando.

Y lo mismo le pasó en la tienda de periódicos del Señor Diario y en la tienda de dulces de la Señora Caramelo, y en la lechería del Señor Botella, y en la tienda de ultramarinos del Señor Paquete. ¡Y así toda la tarde!

Durante toda la tarde, a Don Malhumorado le hicieron cosquillas, y él dejaba caer sus compras, y las recogía, y le volvían a hacer cosquillas y volvía a dejar caer sus compras, y las recogía, y… ¡No podía entenderlo!

De vuelta a su casa, Don Malhumorado se encontró con Don Feliz otra vez.
-¡Hola! –sonrió Don Feliz-. ¿Has tenido buen día?
-Fuera de mi camino, o te daré una patada! –amenazó Don Malhumorado.
Pero, el brazo muy, muy largo de Don Cosquillas apareció por detrás de un árbol y le hizo cosquillas otra vez.
Don Malhumorado saltó por el aire y dejo caer sus compras una vez más.

-Creo –dijo Don Feliz- que si cambiaras de modales, estas cosas no te pasarían.
-¡Hum! –refunfuñó Don Malhumorado.
Recogió sus compras y se fue a la Casa del Malhumor.
Por el camino pensó en lo que Don Feliz le había dicho, porque no le gustaba lo que le había pasado aquella tarde.
Don Feliz y Don Cosquillas se rieron y chocaron las manos.

Después de lo ocurrido, Don Malhumorado intentó no ser tan malhumorado con tanta frecuencia. Y cuanto más lo intentaba, menos veces le hacían cosquillas y, por tanto, él lo intentó más y más, y hoy es una persona que ha cambiado bastante.
Fijaos que la otra tarde cogió un libro y, ¿sabéis lo que hizo?

¡Sólo rompió una página!


Narración dramatizada: Raquel Fernández Dos Santos

EL LEOPARDO EN SU ÁRBOL

Hubo una vez en la selva un leopardo muy nocturno. Apenas podía dormir por las noches, y tumbado sobre la rama de su precioso árbol, se dedicaba a mirar lo que ocurría en la selva durante la noche. Fue así como descubrió que en aquella selva había un ladrón, observándole pasar cada noche a la ida con las manos vacías, y a la vuelta con los objetos robados durante sus fechorías. Unas veces eran los plátanos del señor mono, otras la peluca del león o las manchas de la cebra, y un día hasta el colmillo postizo que el gran elefante solía llevar el secreto.
Pero como aquel leopardo era un tipo muy tranquilo que vivía al margen de todo el mundo, no quiso decir nada a nadie, pues la cosa no iba con él, y a decir verdad, le hacía gracia descubrir esos secretillos.
Así, los animales llegaron a estar revolucionados por la presencia del sigiloso ladrón: el elefante se sentía ridículo sin su colmillo, la cebra parecía un burro blanco y no digamos el león, que ya no imponía ningún respeto estando calvo como una leona. Así estaban la mayoría de los animales, furiosos, confundidos o ridículos, pero el leopardo siguió tranquilo en su árbol, disfrutando incluso cada noche con los viajes del ladrón.
Sin embargo, una noche el ladrón se tomó vacaciones, y después de esperarlo durante largo rato, el leopardo se cansó y decidió dormir un rato. Cuando despertó, se descubrió en un lugar muy distinto del que era su hogar, flotando sobre el agua, aún subido al árbol. Estaba en un pequeño lago dentro de una cueva, y a su alrededor pudo ver todos aquellos objetos que noche tras noche había visto robar... ¡el ladrón había cortado el árbol y había robado su propia casa con él dentro!. Aquello era el colmo, así que el leopardo, aprovechando que el ladrón no estaba por allí, escapó corriendo, y al momento fue a ver al resto de animales para contarles dónde guardaba sus cosas aquel ladrón...
Todos alabaron al leopardo por haber descubierto al ladrón y su escondite, y permitirles recuperar sus cosas. Y resultó que al final, quien más salió perdiendo fue el leopardo, que no pudo replantar su magnífico árbol y tuvo que conformarse con uno mucho peor y en un sitio muy aburrido... y se lamentaba al recordar su indiferencia con los problemas de los demás, viendo que a la larga, por no haber hecho nada, se habían terminado convirtiendo en sus propios problemas.


Narración con libro: Raquel Díaz Sobrino

¡PORQUE TE QUIERO TANTO!










Osito era listo, muy listo.
Sabía dónde se escondían los peces más deliciosos y cómo pescarlos.

Conocía el sabor de los copos de nieve antes de que se derritieran en su boca.

Sabía que, a veces, el viento le acariciaba (¿o era el aliento cálido de mamá?).
Y que otras veces el viento era tan frío que cortaba.

Sabía cómo subir a una colina.
Y cómo deslizarse por ella sin hacerse daño.

Sabía que el hielo podía agrietarse y dividirse.
Si quedaban en bloques distintos, Osito corría el riesgo de que la corriente lo alejarse de su madre.

Sabía que el sol brillaba durante el día y que la luna alumbraba por la noche.

Osito sabía todas estas cosas (y muchísimas más, por supuesto).
Pero había algunas cosas que no comprendía muy bien.

-¿De dónde viene la nieve, mami?
-Verás, Osito, muy lejos de aquí, el sol calienta el mar.
El agua se evapora y se transforma en millones de gotitas que flotan en el aire formando una nube.
El viento sopla muy fuerte y la nube llega aquí.
Como hace mucho frío, las gotitas se convierten en copos de nieve.
Y cuando la nube tirita de frío, nieva.
Osito comprendió entonces por qué los copos de nieve le gustaban tanto: porque sabían a mar.

-Entonces, ¿por qué la nieve es blanca y no azul como el mar? –preguntó Osito.
-Eso es difícil de explicar. Pues…
-(las mamás no saben todas las respuestas)-, la nieve es siempre blanca, igual que los osos polares somos siempre blancos.

-¿Y por qué somos siempre blancos? –quiso saber Osito.
-Porque el blanco es el color más bonito y el más tierno, el que más me gusta y el color de los animales que vivimos en estos parajes helados.
-¿Y si yo fuera amarillo? –preguntó Osito-.
¿También pensarías que soy muy guapo y me querrías tanto como ahora?
-¡Claro que sí! –contestó mamá.
-¿Y si fuera rojo o verde o azul? ¿Seguirías queriéndome…?
-¡¡¡Por supuesto!!! –exclamó mamá.
-¿Y por qué, mami? –preguntó Osito.

Porque eres mi hijo y te quiero muchísimo –contestó mamá.
Eso Osito ya lo sabía.


Narración con libro: Luz Gutiérrez Segovia

CELESTE, LA ESTRELLA MARINA









Celeste era una estrella pequeñita y soñadora que lucía en mitad del firmamento. A Celeste le encantaba pasear alrededor de la Luna, escuchar historias de lugares lejanos y revolcarse en las nubes. Pero lo que más le gustaba de todo era mirar el mar.

-¡Ay! -suspiraba la estrellita-, cuánto me gustaría zambullirme en sus destellos de plata, nadar con los peces y dar volteretas en las olas.

Una noche Celeste cogió su hatillo y decidió hacer realidad su sueño.
-Adiós, compañeras -les dijo al resto de las estrellas-, me voy de cabeza al mar.
Pero por más que buscó y buscó no logró dar con el camino.

-Ya sé, voy a preguntarle al rey Sol. Él se acuesta cada noche entre las sábanas azules del mar; seguro que podrá ayudarme.
Celeste encontró al Sol con corona puesta y manto dorado, paseándose intranquilo por el cielo.

-Óigame, Majestad, ¿podría indicarme el camino para llegar hasta el mar?
-¡¿Cómo te atreves a molestarme con tonterías, estrellas insensata?! No ves que soy el rey y que estoy muy ocupado resolviendo asuntos de estado.
-Pero…
-No hay peros que valgan. Si quieres hablar conmigo, tendrás que pedirle audiencia a una de mis estrellas. No podré recibirte hasta dentro de dos años. ¡Tengo la agenda muy ocupada!

-¿Dos años? –gimió Celeste-. Yo no puedo esperar tanto…
-Entonces vete a preguntarle a la Luna. Ella se remoja cada noche en las aguas marinas, quizá pueda ayudarte. Y ahora, déjame en paz, no me hagas perder más mi precioso tiempo.

Celeste, un poco apenada por la conducta del monarca, se fue al encuentro de la Luna. Cuando llegó junto a ella, la Dama Blanca estaba mirándose al espejo, mientras se untaba en el rostro una mascarilla de nube.

-Señora Luna, ¿podría ayudarme a bajar hasta el mar?
-Oye, estrellita insignificante, ¿sabes con quién estás hablando? Yo soy la Luna, la que inspira a los poetas e ilumina a los enamorados. Todos me cantan y me admiran y tú vienes a darme la lata con tus caprichos.
-Pero…

-Cierra la boca de una vez. Vas a conseguir enfadarme. Y si me enfado, se me frunce el ceño. Y si se me frunce el ceño, me salen arrugas. Y si me salen arrugas…, ¡dejarán de adorar mi belleza!
Anda, anda, no me fastidies más y vete a ver el Arco Iris. Es posible que él, que se hunde en el mar, pueda decirte cómo llegar.

-Aunque es una presumida insoportable –se dijo Celeste-, voy a seguir su consejo.
Después de dar unas cuantas vueltas por el cielo, se topó por fin con el Arco Iris, que estaba muy alterado, con un pincel en una mano y una paleta llena de vivos colores en la otra, pintando su obra maestra.

-Óigame, señor Arco Iris, ¿podría dejar que me resbalara por su vestido hasta el mar?
-¿Qué dices, estrellita locuela? Mi vestido es una obra de arte. Ni Picasso ni Dalí lograron pintar algo así. ¿Y tú quieres usarlo como tobogán?
Decididamente, no estás bien de la cabeza.

-Pero…
-No me entretengas más. Y deja de llorar, que con tanta lágrima me vas a estropear el vestido.
Anda, vete a buscar al Viento. Es un viajero infatigable que se recorre el mundo entero. Quizá él pueda llevarte.

Celeste encontró al Viento haciendo las maletas.
-Óigame, señor Viento, ¿podría llevarme con usted hasta el mar?
-¡Ay!, estrellita, ahora no puedo atenderte. Tengo que salir de viaje. Quizá en otro momento.

-Pero…
-Corre, corre, vete a pedir ayuda a la Nube de Tormenta. Ella, que acoge siempre a los soñadores, sabrá qué hacer contigo.

Menos mal que la Nube de Tormenta se encontraba muy cerca de allí.
-Óigame, señora Nube, ¿podría decirme qué debo hacer para llegar hasta el mar?
-Por supuesto, estrellita. Me encanta echarles una mano a los astros soñadores que, como tú, están siempre en las nubes.

La Nube de Tormenta acurrucó a Celeste entre sus brazos algodonosos. <>, pensó la estrella. No pasó mucho tiempo antes de que se viera lanzada al espacio, entre montones de gotas de lluvia, en un fuerte chaparrón.
-¡Allá voy! –gritó.

Celeste se zambulló en el mar. Al mirar a su alrededor, se quedó fascinada: bosques de corales rojos, peces de colores, algas que bailaban al ritmo de la marea…
-¡Vaya! Todo esto es tan hermoso… -se dijo.
En seguida se hizo amiga de un pez payaso y de un calamar que escribía versos.

Tan a gusto se encontró entre los seres marinos, que decidió quedarse a vivir para siempre allí.
Así que, ya sabes, si alguna vez te encuentras una estrella en el fondo del mar, trátala bien, porque se trata de una estrella del cielo que ha conseguido hacer realidad su sueño.


Cuentacuentos: María de Lucas González

EL HOMBRE SIN CORAZÓN

Había una vez siete hermanos que eran huérfanos y no tenían hermanas, así que no tenían más remedio que hacer ellos mismos todas las labores de la casa, y eso no les gustaba. Un día se reunieron a deliberar, y decidieron casarse.
Pero allí donde vivían no había mujeres jóvenes; los mayores dijeron que irían todos a buscar esposa a otro sitio, excepto el hermano menor, que se quedaría a cuidar la casa. Ya se ocuparían ellos de traerle una bonita novia. El hermano menor se quedó satisfecho en casa y los otros seis se marcharon contentos y de buen humor.
Por el camino llegaron a una casita solitaria junto a un bosque. A la puerta había un viejo que al verlos llegar les dijo:
—¿Adonde vais de tan buen humor y con tanta prisa?
—Vamos a buscar novias bonitas para todos nosotros y para nuestro hermano menor, que se ha quedado en casa —contestaron los hermanos.
—Muchachos —les dijo el viejo—, vivo aquí tan solo...; traedme una novia a mí también, pero que sea joven y bonita.
Los hermanos siguieron su camino, pensando:
—¿Para qué quiere este viejo una novia joven y bonita?
Llegaron a una ciudad y allí encontraron siete hermanas, jóvenes y guapas, como las que andaban buscando. Las llevaron consigo de vuelta, incluida la más joven para su hermano menor.
El camino conducía a través del mismo bosque, y el viejo se encontraba de nuevo junto a la casa, como si estuviera esperándolos; al verlos les dijo:
—Muchachos, os estoy muy agradecido de que me hayáis traído una novia tan joven y bonita.
—No, no —dijeron los hermanos—; no es para ti, es para nuestro hermano, que nos espera en casa; se la hemos prometido.
—Así que prometido, ¿eh? También yo os voy a prometer algo.
Cogió una varita blanca, murmuró un par de palabras mágicas y tocó con la vara a los hermanos y a sus novias, excepto a la más joven, y todos se convirtieron en piedras de color gris. Entonces llevó a la casa a la muchacha, y ella tuvo que limpiar y ordenar todo, lo que por otra parte hacía a gusto.
Pero la joven tenía miedo de que el viejo se muriese y ella tuviera que quedarse en la casita del bosque, tan sola como había estado el viejo antes. Se lo dijo y él le contestó:
—No tengas miedo; no te preocupes ni vayas a confiar en que me muera. Yo no tengo el corazón en el pecho, pero, si a pesar de todo me llegase a morir, coge la varita blanca que está sobre la puerta y toca con ella esas piedras grises; así quedarán libres tus hermanas y sus novios, y tú tendrás compañía.
—¿Pero dónde has metido tu corazón, si no lo tienes en el pecho? —le preguntó la joven novia.
—¿Es que quieres saberlo todo? —le dijo el viejo—. Pero, en fin, si tienes curiosidad, guardo el corazón en el edredón de la cama.
Cuando el viejo se fue a arreglar sus asuntos, la joven novia cosió y tejió flores muy bonitas para el edredón, para darle al corazón una alegría. El viejo se echó a reír y le dijo:
—Pero si sólo era una broma. Mi corazón está, está...
—¿Pero dónde está?
—Está en la puerta de la habitación.
Al otro día, cuando el viejo se marchó, la mujer adornó las puertas de las habitaciones con dibujos de colores y flores frescas, y les colgó guirnaldas. Cuando el viejo volvió le preguntó qué era aquello, y ella respondió:
—Lo he hecho para tu corazón.
Entonces el viejo volvió a echarse a reír y le dijo:
—Mi corazón no está en las puertas de las habitaciones, sino en otro sitio muy distinto.
La joven se entristeció y le dijo:
—Estoy segura de que tienes un corazón y de que te puedes morir y yo me quedaré muy sola.
El viejo volvió a repetirle lo que ya le había dicho dos veces, pero ella insistió en que le dijera dónde tenía realmente el corazón. Entonces el viejo le dijo:
—Lejos, muy lejos de aquí, hay una iglesia viejísima, completamente aislada, guardada por torres de hierro y rodeada de profundos fosos, sobre los que no hay ningún puente; en la iglesia hay un pájaro que no hace más que volar de un lado a otro y que ni come ni bebe ni se muere, y nadie puede cazarlo, y mientras el pájaro viva también viviré yo, pues mi corazón está en ese pájaro.

La novia se puso muy triste porque no podía hacer nada por el corazón del viejo, y empezó a aburrirse al verse tan sola, pues el viejo estaba fuera casi todo el día.
Un día pasó por allí un muchacho que la saludó; ella le devolvió el saludo, y a ella le gustó el joven. El se aproximó y ella le preguntó a dónde se dirigía y de dónde venía. El muchacho suspiró y le dijo:
—Estoy muy triste. Tengo seis hermanos que se fueron a buscar novias para ellos y para mí, que soy el más joven, pero aún no han vuelto; así que he dejado la casa y voy en su busca.
—Muchacho —dijo la novia—, no tienes que seguir buscando. Antes de nada siéntate, come y bebe algo, porque tengo que contarte una cosa.
Y le dio de beber y de comer y le contó cómo sus hermanos habían ido a la ciudad y cómo volvían a casa con sus hermanas, y que ella seguro que le estaba destinada a él, y cómo el viejo la había guardado para sí y había convertido a los demás en piedras grises. Le contó todo eso de pie y llorando, y también le dijo que el viejo no tenía corazón en el pecho, que lo tenía muy lejos de allí, en una iglesia dentro de un pájaro que no moría nunca. Entonces dijo el novio:
—Me voy a buscar ese pájaro; quizá pueda cogerlo con la ayuda de Dios.
—Sí, hazlo; para que tus hermanos y mis hermanas vuelvan a convertirse en personas.
Entonces escondió al novio porque ya anochecía. Y cuando, a la mañana siguiente, el viejo volvió a marcharse, ella le dio al muchacho muchas provisiones para el viaje y le deseó mucha suerte y la bendición de Dios.
Cuando el joven ya llevaba recorrido un buen trecho, pensó que era hora de desayunar; abrió la bolsa y se alegró al ver tantas cosas dentro, y dijo:
—Bueno, y ahora a desayunar; y el que quiera que sea mi invitado.
Entonces oyó tras de sí:
—Muuú.
Y al darse la vuelta vio un gran buey rojo que le dijo:
—Has hecho una invitación y a mí me gustaría ser tu huésped.
—Pues bienvenido, y sírvete lo que quieras.
El buey se puso cómodo en el suelo, comió, cuando acabó de comer se pasó la lengua por el hocico, y cuando ya estaba satisfecho del todo, dijo:
—Muchas gracias, y si alguna vez necesitas a alguien o estás en peligro, llámame a mí, tu huésped, con tus pensamientos.
Entonces se levantó y desapareció en la espesura. El muchacho recogió lo que había sobrado y siguió su camino. Cuando había recorrido un buen trecho, miró la sombra que iba haciendo y pensó que debía ser mediodía, y su estómago sintió lo propio.
Se sentó en el suelo, extendió el mantel y puso encima lo que tenía para comer y beber, y dijo:
—Hora de comer; el que quiera comer que lo diga.
Entonces se oyó mucho ruido en la espesura y apareció un jabalí gruñendo:
—Oink, oink.
Y le dijo:
—Por aquí ha invitado alguien a comer; no sé si has sido tú y si te refieres a mí.
—Bueno, pues quédate y sírvete lo que quieras —le dijo el peregrino.
Y los dos comieron juntos y les supo muy bien. Entonces el jabalí se levantó y dijo:
—Muchas gracias, si alguna vez me necesitas llama al cerdo.
Y se perdió en la espesura. El muchacho recorrió una larga distancia hasta que empezó a anochecer, entonces le entró hambre otra vez y vio que aún le quedaban provisiones, y pensó:
—¿Qué tal si me pongo a cenar? Ya es hora.
Y extendió otra vez el mantel y puso encima la comida y lo que tenía para beber, y dijo en voz alta:
—El que tenga ganas de comer conmigo que se dé por invitado; haber hay algo todavía.
Entonces apareció una bandada de pájaros tan grande que la tierra se oscureció, como de la sombra de una nube. Y entre ellos había un grifo, un animal gigantesco, que le dijo:
—He oído a alguien allá abajo invitar a comer; por mí que no quede.
—Pues desciende y acompáñame, no es que quede mucho —dijo el muchacho.
Y el grifo descendió y comió hasta hartarse, y entonces le dijo:
—Si me necesitas, llámame.
Entonces levantó el vuelo y desapareció.
—Bueno —pensó el muchacho—, éste tenía prisa; podía haberme enseñado el camino para ir a la iglesia, porque si sigo así no voy a encontrarlo nunca.
Recogió sus cosas, porque quería andar un poco más antes de dormir, y de pronto vio la iglesia a poca distancia. En seguida llegó hasta allí; es decir, hasta el profundo y ancho foso que rodeaba el edificio. Entonces buscó un lugar cómodo para dormir porque ya estaba cansado de andar tanto.
A la mañana siguiente deseó estar ya al otro lado del foso y pensó:
—Si el buey estuviese aquí y tuviese mucha sed, podría beberse el agua del foso y yo no tendría que mojarme.
Apenas había imaginado el deseo, cuando apareció el buey y empezó a beberse el agua del foso. Así llegó el muchacho al muro de la iglesia, que tenía muchísimo espesor, y las torres eran de hierro, y pensó:
—Si tuviera algo con que romper el muro... El jabalí, siendo tan fuerte, tendría menos inconvenientes que yo.
De pronto llegó el jabalí corriendo, empujó el muro con muchísima fuerza y consiguió desprender una piedra con sus colmillos; entonces siguió revolviendo hasta hacer un agujero muy grande por el que se podía entrar a la iglesia. El muchacho entró por allí y vio al pájaro volando, pero no se atrevió a atacarlo. Entonces dijo:
—Si estuviera aquí el grifo, él sí que te atacaría; por eso es quien es.
Y de pronto apareció el grifo y atacó al pájaro que tenía el corazón del viejo. El muchacho se guardó el pájaro y el corazón, mientras su amigo se alejaba.

Entonces se dio muchísima prisa en volver a donde estaba la joven novia; llego por la noche y le contó todo, y ella le dio de beber y comer y le escondió con pájaro y todo, debajo de la cama, para que el viejo no le viera.
Cuando el viejo regresó a casa, le dijo a la muchacha que se sentía enfermo y estaba agotado, porque alguien le había quitado su corazón al pájaro El novio le oyó decir esto desde debajo de la cama y pensó:
— El viejo no te ha hecho nada malo, pero ha encantado a tus hermanos y a sus novias, y se ha quedado con la que te traían a ti. Que ya es bastante y entonces comenzó a retorcer al pájaro y el viejo empezó a quejarse:
—Algo me esta retorciendo. Es la muerte; me muero- Se cayó de la silla sin sentido y cuando el muchacho mató al pájaro, el viejo también murió. Entonces el joven salió de debajo de la cama; la muchacha cogió la vara blanca y, tal y como le había dicho el viejo, tocó con ella las doce piedras grises. De pronto, las piedras se convirtieron en los seis hermanos y las seis hermanas; y todo era alegría y abrazos y besos.

El viejo estaba muerto y bien muerto, y ninguna pócima hubiera podido resucitarle, aunque hubieran querido devolverle la vida Se fueron de allí todos juntos, se casaron y vivieron felices muchos años.

Declamación: Elisa Molina Jiménez

ANTONIO MACHADO
Pegasos, lindos pegasos,
caballitos de madera.
Yo conocí siendo niño,
la alegría de dar vueltas
sobre un corcel colorado,
en una noche de fiesta.
En el aire polvoriento
chispeaban las candelas,
y la noche azul ardía
toda sembrada de estrellas.
¡Alegrías infantiles
que cuestan una moneda
de cobre, lindos pegasos,
caballitos de madera!

Me ha resultado una actividad muy interesante y divertida, al principio me daba mucha vergüenza contarles un cuento a mis compañeras, aunque nos pasaba a más de una, y es que como comentábamos, no es lo mismo contárselo a los niños que a los adultos.
Yo disfrute mucho escuchando los cuentos y la poesía de mis compañeras y además aprendí mucho de los errores. Aunque apenas hubo errores, éramos unas expertas en esto de usar las diferentes estrategias.

Muy divertido y muy productivo. Si en todos los grupos se ha hecho igual de bien, yo creo que todos hemos aprendido mucho de esta actividad.

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